martes, 11 de julio de 2017

Mt 10,1-7: Estar con el Señor y ser enviados

Mt 10,1-7

10 1 Y llamando a sus doce discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para curar toda enfermedad y toda dolencia.
2 Los nombres de los doce Apóstoles son éstos: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan;
3 Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo;
4 Simón el Cananeo y Judas el Iscariote, el que le entregó.
5 A estos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos;
6 dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
7 Yendo proclamad que el Reino de los Cielos está cerca.

— Comentario por Reflexiones Católicas 
"Estar con el Señor y ser enviados" 

Es interesante señalar que al discurso sobre la necesidad de la misión (v. 38: «Rogad por tanto al dueño de la mies que envíe obreros a su mies») le sigue la llamada de los Doce, que son enviados de inmediato.

Existe un vínculo profundo entre el ser llamado a «estar» con el Señor y el ser “enviados” con él a los hermanos. Y se trata de una llamada por el propio nombre, es decir, dentro de la propia identidad pensada desde siempre por un Dios que nos ha llamado antes que nada a la vida, por amor.

Como en Lc 9,1, Jesús confiere de inmediato su mismo «poder» a sus discípulos, un poder que se concreta en vencer a las fuerzas demoníacas y en curar el mal parcial (la enfermedad), como anticipo y signo de la liberación total del mal.

Mateo se toma un gran interés en la lista de los nombres, que —hacemos hincapié en ello— siguen el mismo orden que en Mc 3,16-19; Lc 6,14-16 y Hch 1,13. No es casualidad que el primero de la lista sea «Simón, llamado Pedro», el primero en dignidad. Los otros nombres aparecen emparejados. El autor del evangelio, el mismo que se llama Mateo, no se avergüenza de añadir a su nombre el poco honorable oficio de publicano. Por último, se recoge el nombre de Judas Iscariote, que pasará tristemente a la historia tal como aquí se dice: «el que lo entregó».

Veamos las primeras instrucciones de Jesús a los enviados: la invitación a consagrar su propia “misión” antes que nada a los israelitas «perdidos» y a anunciar, por el camino, la gran proximidad del Reino de Dios. El significado hemos de buscarlo en el hecho de que Jesús, judío entre los judíos, conoce las posibilidades latentes en su pueblo que, oprimido por tanta religiosidad, una religiosidad que se había vuelto legalista y formal, carecía de guías espirituales.

Toda la Iglesia primitiva —según dicen los Hechos— se movió después con este mismo estilo: anunciando a los judíos antes que a los otros el cumplimiento de las promesas hechas a Abrahán (“A través de tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra”: Hch 3,25). Y la realización de la bendición de la que el mismo Israel es portador, si se convierte, es «el Reino de Dios», es decir, la presencia del Dios-Amor que, en Jesús, libera y salva.

Puede suceder que nuestras jornadas estén marcadas, a veces, por el sello de la eficiencia a cualquier precio. Se parecen a la vid de Oseas, que da fruto, pero no por el Señor ni para el Señor. Dentro de esta búsqueda «dividida», se resquebraja el corazón y se entorpece. Las consecuencias de esto son nefastas: «espinas» de descontento profundo y «zarzas» de preocupaciones y de falta de sentido.
Ahora bien, si el corazón vuelve a buscar al Señor dentro de la «justicia», que es santidad de vida con Dios y para Dios, podrá cosechar «amor» para sí y para los demás.

Eso es lo que subraya asimismo el evangelio que presenta Jesús mientras llama a los Doce y los envía, dándoles el poder de liberar del mal y de anunciar que el Reino de Dios (el amor misericordioso del Padre) está cerca de quien, con recto corazón, busca al Señor y su voluntad.

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