miércoles, 21 de septiembre de 2016

Mateo 9,9-13: Vocación de Mateo y nuestra vocación


En aquel tiempo, vio Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo:
— Sígueme.
Él se levantó y lo siguió. Y, estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos:
— ¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?
Jesús lo oyó y dijo:
— No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que significa "misericordia quiero y no sacrificios": que no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

Comentario por Reflexiones Católicas
"Vocación de Mateo y nuestra vocación"

La vocación de Mateo está contada en un solo versículo. Jesús vio a un hombre, le llamó y él «se levantó y lo siguió». Esta puede ser la historia de cada uno de nosotros, si reconocemos a Jesús cuando sale a nuestro encuentro en medio de nuestros compromisos, de nuestro pecado.

La vocación no es únicamente un acontecimiento extraordinario que sucede una vez en la vida para transformarla de manera radical. El Señor renueva cada día su llamada y nos lleva siempre más adelante por el camino del seguimiento; Jesús posa su mirada sobre nosotros en cada momento cargada con el mismo amor con el que desde siempre pensó y quiso nuestra existencia. No desdeña sentarse a la mesa con nosotros, pecadores, entra en comunión con nosotros y acepta comer nuestro pan, mientras que él mismo es para nosotros Pan de vida.

Cada hombre está invitado a la mesa del Señor: por muy pecador que sea, por muy indigno que se reconozca, puede aceptar la invitación con alegría, porque Jesús viene a buscar precisamente al que está enfermo y perdido, sin escandalizarse de nuestra miseria ni detenerse ante la dureza de nuestro corazón.

No es que esté ciego para no ver el mal, pero es un Esposo enamorado: sólo el amor cura las heridas más graves. No tengamos miedo, por tanto, a presentarnos ante él. Es seguro que nuestros odres viejos no pueden contener la fragancia espumante de la vida nueva que Jesús viene a ofrecernos, pero es él mismo quien nos llama: es preciso que seamos capaces de captar el momento, de decir sí simplemente y seguirle sin dudas.

El camino nos llevará a revivir también el momento en que el Esposo será perseguido, condenado y ejecutado. Es la hora de la cruz, la hora de la fidelidad a toda prueba, la hora de la gracia suprema, porque es precisamente en el momento de la mayor debilidad cuando Jesús, Jesús se hace reconocer como fuerza de vida, capaz de hacer resucitar incluso a los muertos.

A nosotros se nos pide una fe sencilla y perseverante; una fe —como la de la hemorroisa y la del jefe de la sinagoga— simultáneamente audaz e indiferente a ser objeto de mofa, una fe que encuentra su fuerza en mantenerse adherida de una manera tenaz al «manto de Jesús», es decir, a la lectura y a la relectura del evangelio, segura de que sólo en Cristo hay salvación y de que sólo él tiene derecho a ser el «Señor» de nuestra vida. 


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